En 1920, el gran vate del siglo XX, Rainer Maria Rilke, recibe la carta de una jovencísima aspirante a poeta llamada Anita Forrer. Sus versos no le gustan, y así se lo hace saber, pero en su misiva intuye una personalidad singular dotada de un coraje y un hambre vital poco comunes. Comienza así una correspondencia que duró seis años, interrumpida sólo por la prematura muerte de Rilke. A lo largo de ese tiempo, el poeta se convierte para Anita en un auténtico maestro de vida, abriendo horizontes espirituales insospechados, ofreciéndole iluminadoras lecciones sobre el amor y la libertad, el deseo y la creación, la literatura y la filosofía, la lucha por ser una misma y el necesario compromiso con el combate de su tiempo, es decir, otorgándole un nuevo sentido para su existencia.
Sin duda, la intensidad excepcional de esta correspondencia tiene su origen en un hecho fundamental que cambió para siempre la vida de Anita. Al poco de empezar a escribirse, ella le relata a Rilke la angustia que vive tras haber cometido «una inmensa transgresión»: un acto de amor apasionado con otra mujer. Por ello su familia la obliga a acudir a un psiquiatra que intenta convencerla de su bajeza. Rilke, sin embargo, desautoriza a aquel médico y defiende ante Anita la naturaleza perfecta de todo amor, incluido con las personas del mismo género. Así, gracias al respaldo de su nuevo maestro —un hombre que ostenta una inusual apertura mental y una concepción sagrada de la libertad—, Anita fue capaz, por un lado, de aceptar su atracción hacia otras mujeres, y poco después se enamoró locamente de la escritora de culto Annemarie Schwartzenbach, icono aún hoy del inconformismo y la provocación, convirtiéndose tras la temprana muerte de ésta en su albacea testamentaria y en responsable de su obra. Y, por otro lado, decidió colaborar con los servicios secretos estadounidenses en varias misiones de alto riesgo para ayudar a derrotar al régimen nazi.